Está claro, en una sociedad en la que la inmediatez, la comodidad y la calidad de vida son unos de los mayores valores, negarnos cualquier cosa, es un auténtico sufrimiento.
El otro día a una persona cercana, por sintomatología, le indicaron en urgencias que se tenía que quedar en aislamiento 15 días en su casa. Esta persona no vive sola, sino con su familia, con lo cual ese aislamiento se ceñía a los metros cuadrados de su dormitorio.
Al comentarlo con otra persona, decía que eso era IMPOSIBLE. Que una persona esté en una habitación durante 15 días es imposible. Y yo le dije que no, imposible es volver atrás en el tiempo (de momento), pero estar en una habitación 15 días imposible no es. Puede ser agobiante, angustiante, aburrido, desquiciante… Pero no imposible.
De nuevo vuelvo a lo importante que es el lenguaje. Si yo tengo la creencia de que es imposible pasar 15 días en una habitación encerrada (pensamiento), cuando tenga que hacerlo o me imagine que tuviera que hacerlo, me sentiré totalmente desquiciada, impotente, frustrada, iracunda (emociones).
Sin embargo, si en ese caso yo me digo que es lo mejor para mi salud y la de quienes me rodean, me digo que es duro pero que hay un plazo. Me digo que es posible, que lo puedo soportar, que hay muchos ejemplos de gente en la historia que ha pasado ese tipo de cosas y en condiciones mucho peores (pensamiento), las emociones que me surjan serán menos intensas y por lo tanto, más fáciles de gestionar. La creencias van cambiando en función de nuestras reflexiones y de nuestra manera de pensar.
Caeré igualmente en momentos de desesperación, pero no serán tan largos ni tan intensos. Tenemos que permitirnos desahogarnos en algún momento, pero una cosa es desahogarse y otra es entrar en el pozo profundo del sinsentido. ¿Dónde está el límite? Esa pregunta siempre es difícil, pero una buena clave para saberlo es el tiempo que le dedicas al desahogo. Ponernos un límite de tiempo para desahogarnos (10 minutos al día, por ejemplo) no nos va a hacernos descontrolar las emociones. Pero si nos pegamos una hora dando rienda suelta a la emoción, igual se nos lleva por delante.
Pienso en las personas mayores de la residencia de Ansó, que llevan varios días sin poder salir de la habitación y me da pena. Pero luego pienso que son supervivientes de la guerra y la post guerra. Que muchas han pasado largos periodos aisladas en el monte pastoreando y pasando frío, hambre y soledad. Y entonces pienso también en que están atendidas, tienen agua y comida caliente, calefacción y creo que si sobrevivieron a aquello, también podrán con esto.

Este es mi tío José. pasa de los 80 años. Nació en la guerra. Me cuenta que una vez subió de Ayerbe a Ansó caminando en un día (unos 80 km). Ha sido pastor. Y está en la residencia con un buen menú caliente delante.
Voy viendo en las redes sociales recordatorios sobre Anna Frank, pienso en la recientemente estrenada película “La trinchera infinita” y veo que el ser humano es muy fuerte y resiliente.

Anna Frank
Que no nos quedemos en casa, es un síntoma de inmadurez. Somos una sociedad a quien el “no” no le gusta. Llen@s de derechos y con poca sensación de tener obligaciones y esto da como resultado ser irrespetuos@s. Entendería que nos costara hacerlo por razones políticas, pero por la salud y el bienestar de todo el mundo… Es una cuestión de civismo y por lo tanto, de empatía.
Tolerar la frustración genera resiliencia, aguante, fuerza. Estamos en casa, calientes, con comida y papel higiénico (otro fenómeno inexplicable), agua caliente. Televisión, internet, teléfono. La mayoría, con su familia. Podemos asomarnos a la ventana, que nos dé el sol en la cara, ver a l@s vecinos y poner música. Tenemos libros y mucho tiempo para hacer todo lo que hace tiempo que no hacíamos o para no hacer absolutamente nada, que es un lujo.
No estamos escondid@s temiendo que nos encuentren y nos maten, al menos no personas. Fortalezcámonos controlando nuestro diálogo interno.